No Entiendo Por Qué el Cielo es Azul
- La luz solar se dispersa en la atmósfera, haciendo que veamos el cielo azul.
- El fenómeno de dispersión de Rayleigh ayuda a explicar los colores que vemos.
- La contaminación y la niebla afectan cómo percibimos el color del cielo.
- Albert Einstein contribuyó a entender la dispersión de la luz.
- La percepción humana de los colores es clave para entender por qué no vemos el cielo morado.
No entiendo por qué el cielo es azul. Así es como me lo han contado. La luz del sol, que está formada por luz de todos los colores, choca contra las partículas de la atmósfera y se dispersa en todas las direcciones. Pero el proceso no es igual para cada color.
Los más energéticos y con una longitud de onda más cortita, como el azul, chocan más que el resto. El rojo y el verde suelen pasar sin casi desviarse. El azul no para de bailar como en un pinball. Así que cuando miramos una región del cielo, uno de esos rayos azules acaba en nuestro ojo, haciendo que lo veamos de ese color.
Sin embargo, esta explicación parece dejar algunas preguntas sin respuesta. La luz violeta es aún más energética que el azul. Sufre aún más colisiones. ¿Así que, por qué el cielo no es morado? Por otro lado, en las atmósferas contaminadas o con mucha niebla, hay más partículas con las que la luz puede chocar. ¿No deberíamos ver esos cielos aún más azules en vez de grises o blanquecinos? ¿Se nos está escapando algo?
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Y dicho todo esto, veamos qué pasa con el azul del cielo. Antes de nada, por qué vemos las cosas de un determinado color. ¿Por qué los plátanos son amarillos o las fresas rojas? En general, por la luz que reflejan. Cuando el sol o una lámpara iluminan un objeto, los rayos rebotan en él y viajan hasta nuestros ojos, revelando así su presencia. Ahora, aunque el sol parezca amarillo o naranja o rojo, dependiendo del momento, en realidad emite luz de todos los colores.
Y resulta que cada objeto refleja solo algunos de ellos, absorbiendo el resto. Un plátano refleja solo la luz amarilla y por eso lo vemos de ese color. En el caso del cielo, la cosa es algo distinta. La explicación clásica la empezó a fraguar Riley en 1871.
Su idea era que el azul del cielo se debía a las interacciones entre la luz del sol y las partículas suspendidas en la atmósfera, por ejemplo, motas de polvo o gotitas de vapor de agua. Básicamente, las partículas absorben la luz solar, se ponen a vibrar y la vuelven a emitir en todas las direcciones. Esa luz reemitida es la que llega a nuestros ojos.
Esta dispersión de Rayleigh es especialmente eficaz siempre que las partículas sean pequeñitas en comparación con la longitud de onda de la luz visible. Entonces no pueden con las ondas más largas, las correspondientes a los tonos rojos, que siguen su camino sin apenas desviarse. En cambio, la luz azul sufre un montón de interacciones a lo largo de todo el cielo, con lo que llega a nuestros ojos desde cualquier dirección.
Si lo piensas, al final no sería tan distinto a lo del plátano. Veríamos el cielo de color azul porque ese es el color que nos envían las partículas que hay en él. Aunque en este caso no estamos hablando de una reflexión, sino de una dispersión.
Y todo esto también nos sirve para explicar por qué el sol parece amarillo. Como la luz azul se desvía una y otra vez, parte de ella ha desaparecido de los rayos que nos llegan directamente del sol. Por eso dominan los tonos cálidos, y en vez de verlo blanco, lo vemos de un color más amarillento.
También nos da la clave para entender por qué nuestra estrella adquiere un color mucho más anaranjado al amanecer o al atardecer. En esos momentos el sol está muy bajo y sus rayos tienen que recorrer un camino muy largo a través de la atmósfera antes de llegar a nuestros ojos. Tan largo que casi toda la luz azul se pierde por el camino de tantas interacciones que sufre y nunca llega a nuestros ojos.
Además, la luz naranja y roja han tenido mucha distancia para poder dispersarse y acaban tiñendo el cielo con esos tonos tan característicos. Pero, ¿qué pasa con la contaminación y la niebla? En esos casos, en el cielo hay más partículas de lo normal y la luz tiene más oportunidades de chocar contra ellas.
¿No deberíamos entonces verlo aún más azul? ¿Por qué no ocurre eso? Necesitamos una teoría alternativa. El caso es que esa teoría existe, y su origen tiene que ver con otro fenómeno, la opalescencia crítica. Lo que te explico. En ciertas condiciones, en los fluidos pueden coexistir las fases líquida y de vapor.
Es algo que vemos todos los días cuando hervimos agua para cocinar. Esto ocurre para diversas combinaciones de temperatura y presión, pero hay un límite, unos valores máximos para los que puede darse ese equilibrio, lo que se llama el punto crítico. Si pasamos de ahí, líquido y vapor se juntan en un fluido supercrítico que presenta propiedades de ambos, sin ser ni uno ni otro.
Bien, pues resulta que si hacemos pasar luz blanca a través de un fluido que está cerca de su punto crítico, este se vuelve opaco y turbio, de un color blanquecino parecido al de la leche. ¿Qué está pasando? La respuesta llegó en 1908 de la mano de un físico polaco de nombre impronunciable, lo intentó Marian Smoluchowski.
Resulta que en las proximidades del punto crítico, las variaciones de densidad, que normalmente son muy pequeñas, se hacen mucho más grandes, así que habrá zonas del fluido donde las moléculas estén muy juntitas, formando grumos, y otras que estén casi vacías. Al toparse con esas inhomogeneidades, la luz se desviaría igual que en la atmósfera, solo que en este caso el tamaño de los grumos sería comparable a la longitud de onda de la luz.
En esas condiciones no hay color que se libre, todos se dispersarán más o menos por igual y el fluido nos parecerá blanco. ¿Podría esta idea servir también para explicar el color azul del cielo?
Pues sí, y el que lo demostró fue ni más ni menos que Albert Einstein. Mientras intentaba refinar la teoría de Smoluchowski, Einstein quería deducir una expresión para la intensidad de la luz dispersada en la opalescencia crítica, y acabó llegando básicamente a la misma fórmula que había obtenido Rayleigh, solo que en vez de usar la luz remitida por partículas individuales, la dedujo considerando las variaciones de densidad de un gas.
Dos maneras complementarias de describir el mismo fenómeno. Y fijaos qué curioso. Debido a las simplificaciones que Einstein hizo para llegar a su ecuación, resulta que esta ecuación no es válida en las proximidades del punto crítico, así que no le sirvió para explicar la opalescencia, pero sí el color azul del cielo.
Lo había demostrado sin las problemáticas partículas suspendidas, sólo con las fluctuaciones del propio aire. Son las cosas que tenía Einstein, que hasta cuando no le salían las cosas como quería, acababa acertando.
Bueno, ¿y entonces qué pasa con la teoría de Rayleigh? ¿Hay que tirarla a la basura? ¿No hay ninguna manera de explicarlo a partir de ella? Pues claro que la hay. Si no, no se seguiría contando hoy en día. El propio Rayleigh fue el que marcó el camino.
En un artículo de 1899 planteó que sería posible explicar el color del cielo considerando únicamente las hipotéticas moléculas que formaban el aire, sin apelar a partículas de polvo o agua en suspensión, como él mismo argumentó. Todo apuntaba a que sí, y así es como entendemos hoy en día la dispersión de Rayleigh.
Las partículas que desvían la luz del sol son las moléculas del propio aire, principalmente las de nitrógeno y oxígeno, que son 1000 veces más pequeñas que la longitud de onda de la luz visible. En cambio, las partículas contaminantes o las gotitas que forman la niebla son mucho más grandes, como mínimo comparables a esa longitud de onda.
Así que, como ocurre en la opalescencia crítica, desvían los colores más o menos por igual. Ninguno se ve favorecido, y eso hace que la luz que envían a nuestros ojos sea de color blanco. Esto es lo que se llama dispersión de Rayleigh y también es la causa de que veamos las nubes de color blanco o gris si nos llega menos luz, como os contábamos en este vídeo.
Así que todo correcto. Tanto las fluctuaciones de densidad de Einstein como la dispersión de Rayleigh nos sirven para explicar por qué el cielo es azul, y la dispersión de Rayleigh por qué los cielos con muchas partículas suspendidas se ven más blanquecinos o grisáceos.
Pero aún nos queda la otra cuestión: la luz violeta tiene una longitud de onda más corta que la azul, así que debería verse aún más afectada por la dispersión de Rayleigh. ¿Por qué demonios no vemos el cielo de color morado? No hay una única razón, sino hasta tres que conspiran para evitarlo.
La primera de ellas es que, aunque el sol emite luz de todos los colores, no lo hace con la misma intensidad para todos ellos. Curiosamente, el sol irradia sobre todo luz verde, aunque el resto de colores nos impiden distinguirlo. El caso es que para las longitudes de onda más cortas, la intensidad cae un montón. El sol emite mucha más luz azul que violeta, así que de partida ya tenemos menos luz de ese color.
Pero es que además mucha de ella se pierde por el camino. Las capas altas de la atmósfera absorben parte de la luz, y resulta que esa absorción es especialmente importante en la parte violeta del espectro. Vale, pero tiene que haber algo más.
Al fin y al cabo, cuando se forma el arcoíris, somos capaces de distinguir el color morado. Es decir, que aunque haya menos luz violeta que azul y mucha se pierda por el camino, parte de ella logra sobrevivir. El último factor que nos falta es nuestra propia visión, y es que los seres humanos no somos igual de sensibles a todos los colores.
Resulta que distinguimos especialmente bien el verde y el amarillo. El azul ya nos cuesta un poco más, y para el violeta la cosa ya cae drásticamente. También hay que tener en cuenta el modo en que percibimos los colores. Nuestros ojos poseen tres tipos distintos de conos, células que responden de manera diferente a la luz dependiendo de su color. Un tipo absorbe sobre todo la luz roja, otro la verde y otro la azul.
Fijaos que he dicho sobre todo, y es que en general cada color excita varios tipos de conos en distintas proporciones, y a partir de ahí el cerebro lo reconstruye. Por ejemplo, la luz amarilla estimula más o menos igual los conos verdes y rojos, y casi nada los azules. Rojo y verde amarillo.
Ahora bien, el cielo dispersa la luz violeta y la azul, pero también, en menor medida, otros tonos más verdosos. Cada una de esas longitudes de onda excita nuestros conos de una manera distinta, y la magia es que unas contribuciones compensan con otras, de modo que vemos el cielo de color azul.
¿Casualidad? Hay quien tiene la teoría de que es una adaptación al medio, y es que ver el cielo de un color puro nos ayudaría a separar mejor los colores de la naturaleza y supondría una ventaja evolutiva. Al final, el color del cielo va a ser más biología que física.
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